Recién llego de caminar. Estoy sentada en el sillón. En realidad echada. Porque ni siquiera estoy sentada. Solo me saqué la campera y tomé un pequeño vaso de agua. Y me senté. Perdón me eché.
Las piernas me laten. Siento muchos pequeños laditos en distintos puntos de mis muslos. Todos mis músculos están calentitos.
La respiración es más calmada. Aunque la verdad es que ni me agité. Salí a caminar así como en estado meditativo. Por momentos caminaba más rápido, más lento y hasta caminé con los ojos cerrados unos segundos.
Me siento tranquila. Me costó levantarme, aunque sabía que después me lo iba a agradecer.
Traté de no pensar mucho, porque sino aparecería algún pensamiento boicoteador que me llevara a darme vuelta y seguir durmiendo.
No agarré muchas cosas. El celu, el tapabocas, un poco de plata y el documento. Por si alguien me lo pedía. Que se yo.
Apenas salí sentí el calorcito de la mañana mezclado con aire fresco de la noche anterior. O no se. Aire fresco.
Me sentía un poco nerviosa. Estaba en dudas. No sabía si salir en bici o salir caminando. Pero al final decidí usar mis pies y tomar el coraje de dar la vuelta al pueblo de manera lenta.
Me siento ajena acá. Cada vez menos. Pero me siento así. El ir en bici me iba a permitir hacer esas cuadras de manera rápida, sin ser reconocida tan fácilmente. Sin tener que mostrar mi cara de sueño a nadie. Solo saludaría a lo lejos, quizás sin tener que parar.
Pero no. Salí caminando y me sentía inquieta. Trataba de concentrarme en la respiración, en esa mañana toda para mí, en el canto de los pájaros, el verde de los árboles, la quietud inigualable de un pueblo que amanece. Pero algo de mí se iba.
Vi una mujer caminando a unas cuadras delante mío. Me pregunté quién sería. ¿La conocería? ¿Me conocería ella a mí?
Empecé a sentir ganas de saber quiénes estaban caminando al mismo tiempo que yo. Eso me lo hubiera permitido la bici. Pero como estaba a pie, no podía más que observar a lo lejos a esa mujer que se alejaba cada vez más.
Tengo ganas de correr. Me dijo una especie de voz interna. ¿Correr? Dije yo.
Sí. Tengo toda la calle para mí. Lisita. Con verde. Con un horizonte que se pierde. Con todo las condiciones hermosas para correr. Quiero correr.
No lo hice. No porque me gusta contradecir a esa voz interna. Sino porque intuía que ese deseo en realidad venía de las ganas de hacer toda la vuelta lo más rápido posible. Y así despejar todas las dudas que había en mi cabeza.
A pasos lentos, seguí avanzando por el tránsito pesado, como le dicen a esta calle. Me gustaba saber que estaba viviendo un desafío. Que sino corría y terminaba de dar la vuelta al pueblo caminando y de manera pausada, sería mi mayor logro del día. O bueno de la mañana.
Comencé a entregarme. A sentir todo el cuerpo. A registrar mis pies. Mis brazos. Mis hombros. A sentir el sol que empezaba a hacerme picar un poco la cara. Y a respirar profundo todo ese aire que corría de vez en cuando.
Me crucé con una liebre. Vi un caballo. Me ladraron dos perros. Me cantó un pajarito de pecho colorado y me saludó un chimango.
La vuelta iba terminando. Tenía un poco seca la boca. Sentía el deseo de tomar un traguito de agua. Y también ganas de dar otra vuelta más. Pero doblé en Cacique Pincen y después de sacudir un poco los pies, crucé la puerta de casa.
Las piernas ya no me laten. Ahora siento un poco de hambre. Y ganas de desayunar. Me siento tranquila y contenta.
Me gustó esa vuelta. Me gustó ir lento. Me gustó mover el cuerpo sin prisa, sin más objetivos que descubrir todo lo que no había visto hasta el momento de la mañana en el pueblo.
Quizás mañana lo repita. O no. Quién sabe. Me quedo con eso y me agradezco el haberlo hecho.
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