A las cuatro pasaditas salí a andar en bici. Y en el camino que está lleno de arena encontré un montón de huellas.
Identifiqué las de una bici, una rueda de auto, unas zapatillas y aves. ¿Tal vez calandrias?
También vi huellas de gatitos, o zorritos, o peludos o mulitas.
Vi un gato negro, de ojos color mostaza, que miraba desde los pastos.
En un momento me detuve en el camino, al lado de una acasia que estaba llena de chauchas. Y me detuve ahí para mirar a unas vacas comer. O merendar.
Comían pasto. Pasto seco.
Ellas eran 20. Las llegué a contar.
Yo era una sola.
Apenas me detuve, una me miró.
Después de unos minutos se sumaron dos más.
Ya no pastaban. Me miraban.
Me miraban fijo.
Eran todas negras, excepto una que tenía la cara manchada de blanco.
Al rato me miraron dos más. Ya eran cinco.
Después fueron siete. Y luego nueve.
Y en un momento dos o tres se empezaron a acercar al alambre que nos separaba. Al principio caminaban bien despacito y su caminar iba alertando a las otras.
Me asustaron.
Empezaron a correr y me asustaron.
Se acercaban cada vez más a mí.
Se detuvieron.
Una hizo un sonido con la boca, hocico, o como se diga. Parecía como si me quisiera decir “Bueno nena, ¡ya!. ¿Qué hacés ahí parada? ¿Venís o te vas?
Intuyo que las puse de mal humor. ¿Las vacas se ponen de mal humor?
No quise mirarlas más. Me empecé a retirar lento con la bici andando a mi costado izquierdo. La llevaba caminando. Iba despacito hasta que volví a escucharlas correr. Y ahora eran todas las que me miraban.
Todas.
Las veinte vacas.
El miedo me acobardó y entonces me subí a la bici y tratando de no hacer más lío me fui.
Cuando ya estaba lejos escuché a una mugir.
Y desde ahí, en voz bajita le contesté:
¡Gracias! Y perdón por molestar. No volverá a pasar.
Comentarios
Publicar un comentario